Adolfo
Bioy Casares y Jorge Luis Borges construyeron una
amistad persistente a través de los años. En este pequeño relato que escribí
hace algún tiempo, las mujeres, el amor, la amistad y la literatura se unen en
homenaje al autor de El
sueño de los héroes.
Son las tres de la
mañana en una fría Buenos Aires, y tras los pliegues de las sábanas de una cama
cómoda, el escritor se despierta recordando los pormenores de una charla con su
amigo más entrañable ocurrida hace casi diez años. Procura no hacer ruido, para
mantener el sueño de una bella mujer de hermosas piernas, que por horas lo
había alejado de todas sus ocupaciones y ahora lo obligaba a una respiración
silenciosa y clandestina. La imagen de la conversación se le presentaba como la
proyección en una oscura sala de cine; con su amigo también escritor caminaban
tomados del brazo como si fueran viejos amantes, por un jardín de senderos
tortuosos como un laberinto. El compañero de paseo, mayor que él, en muchas
cuestiones era casi un hermano menor, necesitado de consejos y contención para
los problemas mundanos, a los que no podía resolver con la precisión con la que
manejaba su prosa.
La película reflejada en su mente mostraba
los árboles de la plaza, los bancos, las hojas secas abandonadas al viento, el
frío luchando por penetrar las bufandas y los sobretodos. Rehuían en un acuerdo
tácito hablar de sus propias literaturas, sus trabajos actuales, sus obsesiones
del momento. A pesar de ello, cuando la gravedad o el interés lo permitían,
alguno rompía la regla. Esa tarde en el parque recordaba haberle contado un
cuento inconcluso que se resistía a abandonarlo. En forma clara y precisa, casi
como leyendo los ingredientes de una receta magistral, fue contando a su amigo
los elementos que integraban el relato. La sentencia, no esperada, fue lapidaria:
Excelente argumento, pero jamás podrás
encontrarle un buen final. La respuesta filosa, toda una decepción, lo
empujó a abandonar el tema y el cuento, al que creía verle alguna pretensión.
De vuelta en la cama, junto a la bella
mujer de hermosas piernas, se dio cuenta que el sueño revelador después de la
noche de amor clandestina, le había abierto las puertas de la solución a esa frustración
literaria persistente. Se levantó en puntas de pie, prendió la lámpara junto al
escritorio que siempre le reservaba un cuaderno y una lapicera fuente, y uno a
uno, como en una sucesión de carambolas, fue resolviendo todos los problemas
del relato inconcluso. Sintió la poco común satisfacción entre sus colegas compatriotas
de ser feliz siendo escritor, una felicidad que no se reducía a ese humor
siempre latente en sus relatos, sino en una alegría lisa y llana por conocer la
magia de saber contar.
Cuando concluyó la anotación de las ideas
salvadoras de su cuento, sintió el impulso de compartirlo con Silvina, pero no
estaba allí para escucharlo leer. Necesitaba tanto su compañía como eliminar
rápidamente la pequeña culpa que lo envolvió por un instante, esa culpa que
siempre sucumbía ante el gusto por el amor clandestino, con la ventaja que
siempre supone que le perdonen siempre todo. ¿Qué había logrado el pequeño
milagro de encontrar la forma y el final de un cuento memorable? ¿Acaso eran
las vitaminas recetadas que lo habían acelerado un poco? ¿A lo mejor era ese
amor suave y momentáneo que lo había distraído en las últimas horas? Sabía que
reescribiría algunas líneas, que continuaría con la enfermiza tarea de la
corrección perpetua hasta el momento incierto de la publicación, pero había
logrado atar todos los cabos de la trama, tenía a los personajes justos, el
escenario ideal y no pudo resistirse a la tentación de garabatear un título. A
pesar de hacer de la humildad un culto personal, El perjurio de la nieve le pareció pretencioso y brillante y se
propuso no cambiarlo por ninguna circunstancia.
La bella mujer de hermosas piernas, ahora
despierta y otra vez luminosa para sus sentidos, lo llamaba y lo invitaba a
devolverse a los pliegues de las sábanas de una cama cómoda. Sopló sobre la
tinta todavía húmeda del título y cerró el cuaderno. Otra vez volvía a
olvidarse de Silvina y de sus cuentos.
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