"Como
envejecer, la locura sólo consiste en dejarse llevar naturalmente. Lo inusual y
artificioso es la sospechosa cordura". La mujer ducha, de Juan
Sasturain.
lunes, 13 de octubre de 2014
lunes, 29 de septiembre de 2014
Vinilo XV - ...para piel de manzana
Joan Manuel Serrat ha demostrado en sus largos años de
carrera artística que no ha escapado ni a las definiciones políticas ni al
compromiso con distintas causas sociales, incluso hasta afectando la difusión
de sus propia obra y en algunas circunstancias, hasta poniendo en juego su propio
pellejo. En 1975, mientras se encontraba de gira por México, condenó en forma
tajante a la dictadura franquista y a su conducta represiva a raíz de la
condena a muerte de un grupo de militantes. El régimen no dejó escapar la
oportunidad: emitió una orden de búsqueda y captura a su nombre que lo obligó
al exilio en México. Como cuando todavía cantaba toda su obra en catalán,
Serrat volvía a verse perseguido y censurado. El trance le provocó casi un año de
no poder ni siquiera componer, aterrado por no saber si algún día podría volver
a su país.
Justo ese año, Serrat editaba …para piel de manzana, un nuevo álbum de canciones que volvía a
alejarlo de las letras en catalán, que afianzaba definitivamente su alianza
musical con el que sería su arreglador y director musical de toda la vida,
Ricardo Miralles y lo confirmaba como un gran poeta del amor y estupendo
observador costumbrista de una España provinciana que se esfumaría durante la
transición democrática. El tema que le da nombre al disco es una hermosísima
confirmación de lo primero y La
aristocracia del barrio o Caminito de
la obra dan cuenta sobradamente de los segundo. Pero la persecución
franquista afectó la difusión y conocimiento de este disco que mostraba a
Serrat afianzado como letrista y cantante popular.
Hay otras joyas cuasi escondidas en el disco. Malasangre, con una bella letra dedicada
a un perro; Conversando con la noche y
con el viento, un bello poema; La
casita blanca, descripción romántica de un lugar para el amor. Sobre el
final, Serrat ejercita aquello que tanta popularidad y prestigio le diera,
musicalizando unas breves líneas del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Epitafio para Joaquín Pasos, hermosa
reflexión sobre los legados de un poeta a su pueblo. El exilio del catalán
duraría un año, que Serrat temió fuera terrible para su obra y para su vida. De
vuelta en su patria esta pésima experiencia serviría para acrecentar la fama y
la popularidad de su cancionero eterno. Y ahí estaría …para piel de manzana para volver a instalarlo como un artista
fundamental de la resistencia al régimen que empezaba a agonizar.
domingo, 14 de septiembre de 2014
100 veces Bioy
Hoy, 15 de septiembre de 2014, se cumplen cien años del
nacimiento de Adolfo Bioy Casares, uno de los más grandes escritores de habla
hispana, cuentista excepcional y autor, entre otras, de la novela que le da
nombre a este blog. En estas líneas que se escriben a propósito de un número
redondo y perfecto, que curiosamente Bioy comparte con otro dios del Olimpo de
los escritores argentinos, Julio Cortázar, hablaré breve y emocionalmente de mi
comercio particular con su obra. ¿Qué otra manera se puede encontrar de
trasmitir la pasión que despiertan las ficciones, la elegancia y la fantasía de
su literatura inmortal?
El primer cuento que leí de Bioy fue “Cavar un foso”,
estupendo relato entre policial y de amor, que reúne una arquitectura potente y
un relato de amor solapado. Sin dudas un cuentista sabio y excepcional. Pero
claro, Argentina tuvo, tiene y tendrá, una tradición en la materia que hizo de ese relato uno más entre los cientos de cuentos de esa estirpe que
enorgullecen nuestra literatura. Superada mi imperdonable ignorancia, su genial obra recién comenzó a volarme
la cabeza con la lectura de El sueño de los héroes. Hay en esta novela tantas maravillas acumuladas (la excepcional
trama fantástica, el costumbrismo detallado, la reconstrucción portentosa de un
Buenos Aires pretérito, la creación de personajes sólo comparable a la de
Arlt), que, a mi gusto personal y subjetivo, la convierten en la mejor novela
argentina.
Obviaré aquí el aporte eterno a la literatura universal que
significó La invención de Morel, hoy
de lectura casi obligatoria en el sistema educativo argentino, lo que causaría
comentarios entre piadosos y jocosos del propio autor. No hace falta decirlo, este libro es una de las cúspides de la literatura fantástica. Perfecto, según lo definiera su amigo
Jorge Luis Borges. Pero quisiera detenerme en esa caballerosidad antigua, esa
humildad rayana en el estoicismo, en su conocimiento enciclopédico del alma
femenina, en ese porte permanente de dandy.
Osvaldo Soriano, que lo reverenciaba, dijo de él: “No he conocido otro hombre de genio que respete tanto a sus semejantes
ni que los entienda mejor”. Esas palabras del autor de Una sombra ya pronto serás describen como nadie la figura ya mítica
de Bioy Casares.
“Algunas amigas
pensaron que en mis cuentos de amor me burlo de las mujeres, porque a veces las
presento en situaciones ridículas o frívolas. Les puedo dar mi palabra de que
están equivocadas. Todos sabemos que el escritor satírico bromea con lo que más
quiere y también con lo que más le duele. Mi vida ha pasado entre mujeres; mis
interlocutores más constantes –salvo unos pocos amigos- siempre fueron mujeres;
si en mis cuentos deslizo alguna queja, entonces, no es por indiferencia hacia
ellas sino porque de alguna forma yo he sido su mártir.”
Estas líneas de Bioy, extraídas del prólogo a su libro Historias de amor, describe como pocas
la elegancia y las pasiones de la obra de unos de los pocos, acaso el único
escritor argentino de su época, que transmite su alegría al escribir, su alegría
por ser escritor.
Alguna vez escribí: “Si
pudiera algún día construir perfecciones como El perjurio de la nieve o El nóumeno sabría lo que es ser feliz como escritor.” Abandonada la utópica
pretensión, me conformo con la felicidad eterna de su lectura. La lectura de la
obra del irrepetible último caballero de la literatura argentina: el gran Adolfo
Bioy Casares.
domingo, 27 de julio de 2014
El clon
Hace como un millón de años escribí este texto, al que considero mi primer cuento verdadero. Hijo bobo de mis lecturas de Ray Bradbury, ha empeorado mucho con el tiempo, pero le tengo mucho cariño.
No quiero falsas interpretaciones ni
suspicacias surgidas de alguna divagación, pero el clon de Verónica me
incomoda. Es que todavía no me entra en la cabeza que se haya ido así, con una
simple nota dejada sobre la mesa, explicando lo inexplicable. Que la misión
científica, que el mantenimiento del satélite, que las nuevas bacterias, que su
gran posibilidad de progreso y reconocimiento. Nada me consuela o me contiene.
Menos que nada la presencia de este clon.
Por
supuesto que en principio su exacto parecido a Verónica me asombró; es más,
puedo decir que durante horas estuve paralizado. No hace mucho que los clones
humanos se comercializan y su precio es altísimo. Como demostración de
preocupación por mi suerte sin ella era apabullante, y debo decir que ignoró
completamente mis reservas y cuestionamientos al uso de clones humanos. Supuso
que lo usaría, que conversaría con él, que saldríamos a comer, que dormiríamos
juntos. Verónica clonaba desde hacía veinticinco años a un par de pájaros
vistosos extinguidos no sé en que zona de Centroamérica. Jamás imaginé que se
animaría a clonarse a ella misma por un viaje de cinco años a un rincón del
sistema. Nunca soñé convivir con el clon de la persona que más amaba.
Lo
más cuestionable del uso de clones era la tarjeta cerebral. En ella el
laboratorio registraba la suma de informaciones físicas y emocionales que el
comprador requiriera, en un complejo sistema que se implantaba en el circuito
nervioso del clon y que, en definitiva, deformaba arbitrariamente los
comportamientos del original. Es decir, el clon lo era físicamente; lo psíquico
sufría variaciones muchas veces impredecibles. Cuando dos siglos atrás los
primeros clones aparecieron en el universo científico, el hecho se limitaba a copiar
células y a partir de ahí el nuevo ser nacía de una concepción clásica. Eran
nuevos seres. Los nuevos clones aprobados por la legislación del sistema eran
simples copias reproducidas en la edad que se quisiera. Ya se comentaba en el
ambiente científico, de la que Verónica formaba parte por su condición de
bióloga, que muy pronto cualquiera podría pedir un clon de sí mismo con menos
edad que la actual.
No
era el caso de Verónica; su clon tenía treinta y seis años como el original. Me
lo entregaron el mismo día que encontré la nota de despedida. Completamente
asombrado ni siquiera escuché con atención las explicaciones del asesor que me
acompañó casi toda la tarde convenciéndome de las bondades del producto y de
cómo actuar ante cada contratiempo que pudiera suceder. Firmé media docena de
papeles, juré ante un oficial de justicia usar legal y racionalmente el clon y
me comprometí a llevarlo a mantenimiento una vez por semana para revisar la
tarjeta cerebral y comprobar que el estado de salud sea óptimo.
Mientras
cumplía con las formalidades me costaba mirar al clon. Sólo sonreía y parecía
pedirme permiso con la mirada para sentarse o pasearse por la habitación. El
parecido helaba la sangre y por un momento me dieron ganas de insultarlo como
si él mismo hubiera sido Verónica. Pero no lo era. Y la confusión ya empezaba a
molestar antes de la convivencia, antes de poder cruzar alguna palabra. Sentí
curiosidad por tocar su piel y me di cuenta que eludía su mirada por temor a
todavía no sabía que.
Cuando
quedamos solos, luego de dos o tres minutos de silencio, comprendí que era yo
el que debía comenzar el juego. Y hablé, tratando de parecer firme y seguro.
Le
pregunté como se sentía y respondió con una sonrisa cómplice, como lo hubiera
hecho la verdadera Verónica. Luego se levantó y me dijo: -¿Comemos envasado o
preparo algo?.
No
pude contestar. La nueva Verónica me dejaba sin palabras como la legítima. Era
una situación difícil de manejar. Estaba
perdido y lo único claro que aparecía en
mi mente era pensar en todo lo que odiaba en ese momento, a ella y a su clon, a
su actitud soberbia de siempre para trasladar sus soluciones a mis problemas .
Quiero decir que su ausencia para mí no era lo mismo que mi ausencia para ella.
–Abramos
una lata de legumbres- le pedí.
Debo
confesar que el clon, a quien bauticé Penélope pese a su insistencia en
recordarme que la llamara Verónica, era sumamente servicial y atento. Nunca me
encontré una mañana sin el desayuno preparado, sin mi ropa alistada o el baño a
la temperatura justa. Eran cosas en las que Verónica nunca hubiera podido estar
atenta; quizá haya actuado su sentimiento de culpa o sus deseos de complacerme,
pero se preocupó por dejarme en claro que a Penélope no podría pasarle lo
mismo. Nuestra casa nunca estuvo tan brillante y ordenada, ni tan especialmente
cuidada. Poco a poco se fue convirtiendo en una dulce y gentil sombra que me
acompañaba por la casa y, lo confieso, dejé que esa invasión transformara mi
rutina doméstica, por comodidad y también por placer.
Sin
embargo, pese a esa aparente tranquilidad, Penélope me asustaba. Sobre todo
porque no podía acostumbrarme a su presencia cuando nuestras actividades habían
acabado y un silencio incómodo nos rodeaba. Ahí teníamos que hablarnos, que
contactarnos, que empezar a intimidar. Y eso me sacaba de quicio, como me
sacaba de quicio Verónica. Pero el clon era algo especial, que me inquietaba,
me perturbaba. Ambos eludíamos la cuestión sexual, sobre todo Penélope,
evidentemente programada para que siempre yo tomara la iniciativa. Pese a todo,
esa tensión que había entre ambos, volvía a cada momento a nuestra convivencia
más difícil de sobrellevar. Me resistía a tener sexo con ella, lo sentía como
tener que recurrir a una prostituta y era además, una forma de ceder a la locura
de Verónica. Con persistencia eludí la situación y tuvimos que dormir separados
para no tener que sentir el calor de su cuerpo ni su respiración tranquila
durante la noche.
Penélope,
cada día más encantadora, más irresistible, parecía jugar ahora con mi lucha
interna. Y lo hace tan bien, con tan buen gusto y una falsa prescindencia, que
estoy a punto de echarla, de devolverla, de escribir a Verónica, de quien no
recibía noticias y a quien ni siquiera llamaba.
Poco
a poco el clon empezaba a desesperarme. Es físicamente mucho más irresistible
que el original a pesar de su exacto parecido. No sabría explicar por que, pero
sus pechos son más encantadores, más provocativos, hasta hacerme parecer que
tienen algún talle más que el original. Lo mismo podía decir de su andar; es
más erguido, más gracioso, más insinuante. Y comencé a querer verla desnuda y
al menos probar si el deseo crecería o se terminaría con la experiencia. No
hubo necesidad de decírselo; por la noche se apareció apenas cubierta por una
sábana en mi dormitorio. Lo confieso: nunca gocé tan plenamente del cuerpo de
Verónica como cuando me acosté con el clon. Se comportó de manera estupenda;
pareció conocer todas mis debilidades y tuvo la habilidad de hacerme sentir
como hacía mucho tiempo. Me pareció que ella gozaba como yo y con una libertad
y sabiduría que Verónica no tenía.
A
pesar de mis reservas, de mis inseguridades y pudores, no pude resistirme
demasiado a volver a repetir la experiencia que cada vez fue más intensa y
profunda. Una noche de sábado le propuse incorporar una tercera persona a
nuestra cama para probar nuevas experiencias y lo aceptó sin reparos.
Sexualmente vivía lo más parecido a la felicidad, cumpliendo todo lo que
imaginaba.
Penélope
invadió lenta e inteligentemente todos los rincones de mi vida. Y lo acepté,
hasta el punto de incorporarla activamente a mi vida social, incluso ocultando
su verdadero origen y negando su condición de clon. Ella se comportaba siempre
de manera brillante y seductora, original y divertida. Pronto mi rechazo y mis
reservas se transformaron en atracción y convivencia. Olvidé la ausencia de
Verónica; ni siquiera me cuestionaba que no me escribiera o hablara. Fue
entonces cuando un mensaje suyo apareció en mi ordenador; me decía que volvía
en unos días. Aparecieron errores en el programa que controlaba la nave y no
querían arriesgar la tripulación.
Me
desesperé. A pesar de lo mucho que me incomodaba, de todo lo que había
despertado en mí, de que me repetía todo el tiempo que todo era una tregua en
mi rutina que se rompería en algún momento, no pensaba desprenderme del clon.
Cuando se lo comenté, sólo sonrío y me dijo que había pensado en una solución.
No
supe contestarle. Sólo quería saber en que había pensado.
-Podemos
escaparnos de ella –me dijo. – Viajemos a alguna colonia del sistema con
nuestras cosas. No podrá encontrarnos sino después de mucho tiempo. El
suficiente para que nos olvide.
Nunca
me sentí más confundido. Me dio escalofríos pensar que hablaba en primera
persona del plural para pensar en mis decisiones.
Esa
noche no dormí. Me sentí sucio y traidor pensando en Verónica. Yo la quería,
pero el clon era sin lugar a dudas una versión mejorada y más perversa de todo
lo que yo soñaba que ella me podía dar. Después de medio litro de alcohol y
horas de insomnio le dije a Penélope que seguiríamos su plan.
Se
comportó de manera fría y calculadora. Pareció tener en su mente diagramado
cada paso que teníamos que dar y los fue dando con firmeza y decisión.
Conseguimos un chárter a Ion, un pequeño satélite donde no nos pedirían
documentación para pasar un tiempo. Viví toda la situación con vergüenza e
indecisión y me dejé conducir con docilidad.
Cuando
estábamos en pleno vuelo, Penélope parecía más tranquila. Mientras sorbía un
líquido espeso y naranja me miró a los ojos y sonriendo se preparó como para
contarme una historia.
-Amor
mío, tengo que darte un mensaje de Verónica especialmente preparado para este
momento-. Su voz sonaba dulce pero firme. –En realidad este plan no es mío, es
de ella. Hace meses buscaba la manera menos traumática de dejarte. Te quiere
mucho y no deseaba lastimarte. Finalmente un colega la convenció de pedir la
fabricación del clon y que ese clon tuviera todo lo que ella no puede darte. No
la juzgues mal. Solamente no quería verte sufrir.
Miré
por la ventana y oculté mis lágrimas. –Penélope es hermoso como nuevo nombre.
Quiero que sepas que lo voy a aceptar de ahora en más- dijo tomándome de la
cara. Me sentí estúpido, débil, inocente. Sentía que Penélope volvía a
molestarme como en nuestro primer encuentro.
Cuando
me recompuse pregunté: -¿Aceptará Verónica que le envíe un clon mío?.
Desde
entonces sueño en que me llame y me diga que cosas esperó de mí y no fui capaz
de darle.
domingo, 18 de mayo de 2014
Se lee por ahí # 2
"Para él, un amor geométrico de la simetría y el orden era "el sistema", un interés infatigable y febril por las más insignificantes facetas de la burocracia cotidiana era "la laboriosidad", la indecisión calculada era "la cautela", y la terquedad ciega en continuar por un camino erróneo era "la determinación"". Trilogía de la Fundación, de Isaac Asimov.
Se lee por ahí # 1
"Se puede conceder a los matemáticos que cuatro es dos veces dos. Pero dos no es dos veces uno; dos es dos mil veces uno. Esa es la razón por la cual, a pesar de sus muchísimas desventajas, el mundo siempre volverá a la monogamia." El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton.
domingo, 16 de marzo de 2014
Vinilo XIV – Pyramid
Prodigio de la música desde niño, Alan Parsons llegó desde muy joven a ser ingeniero de grabación de
la compañía EMI. Fruto de ese trabajo el destino lo llevó al legendario estudio
Abbey Road, donde fue asistente de
grabación de los dos últimos discos de The
Beatles. En la famosísima filmación de la última presentación en vivo de
los fabulosos cuatro sobre la terraza de Abbey Road, se puede ver a Alan
Parsons en varias tomas manejando la consola de sonido. Su buena estrella no lo
abandonaría: fue ingeniero de sonido de Animals
y The dark side of the moon, dos de
las obras maestras de Pink Floyd. Definitivamente
instalado como referente de la industria e imbuido de un prestigio creciente
por su participación en grabaciones decisivas de la progresiva inglesa, Alan
Parsons decidió ser él mismo creador de música, y asociado con otro productor
de EMI, Eric Woolfson, creo un
colectivo de producción musical: The Alan
Parsons Project. En su nuevo proyecto, asociado con distintos músicos y
cantantes, editó una serie de discos exitosos, con gran prestigio de la prensa
y la industria discográfica.
Pyramid fue el
tercer disco de la producción de The Alan
Parsons Project y, editado en 1978, fue uno de los más exitosos. El álbum,
más en las letras que en la música, es una reflexión sobre la finitud de los
proyectos humanos, frágiles criaturas ante la inmensidad del universo y la
presencia ineludible de la muerte. El disco tiene fuertes bases que le dan
coherencia a pesar del modus operandi de la producción de Alan Parsons:
distintos vocalistas y músicos rotativos se apoyaban en las letras de Woolfson
y la música y producción de Parsons. El uso del sintetizador Moog, que tanto
prestigio daba a los discos conceptuales del momento, y que Alan Parsons manejaba
a la perfección, le dio a Pyramid esa áurea de disco serio y sónico que era la
marca registrada del grupo. Los célebres instrumentales –en este disco sería Voyager- forman parte del sonido de esa
época y en Argentina, por ejemplo, formaron parte como cortinas musicales de
innumerables programas televisivos o de radio.
La pretenciosidad de The
Alan Parsons Proyect y la evolución –o involución- de la música y las
formas de grabación de los discos, hizo que lentamente el suceso del grupo se
perdiera en el tiempo. Pero aún hoy, cuando escuchamos sus bellas melodías o
sus secuencias de sintetizador tan características, como sellos de su marca de
fábrica, podemos reconocer toda una época y todo un estilo. El estilo de un
artista de los controles de las mesas de grabación que transformó ese oficio en
un arte propio, el sueño de un ingeniero de sonido que sin perder el control de
la consola pasó a ser él mismo un rock
star.
martes, 18 de febrero de 2014
Argumento
Adolfo
Bioy Casares y Jorge Luis Borges construyeron una
amistad persistente a través de los años. En este pequeño relato que escribí
hace algún tiempo, las mujeres, el amor, la amistad y la literatura se unen en
homenaje al autor de El
sueño de los héroes.
Son las tres de la
mañana en una fría Buenos Aires, y tras los pliegues de las sábanas de una cama
cómoda, el escritor se despierta recordando los pormenores de una charla con su
amigo más entrañable ocurrida hace casi diez años. Procura no hacer ruido, para
mantener el sueño de una bella mujer de hermosas piernas, que por horas lo
había alejado de todas sus ocupaciones y ahora lo obligaba a una respiración
silenciosa y clandestina. La imagen de la conversación se le presentaba como la
proyección en una oscura sala de cine; con su amigo también escritor caminaban
tomados del brazo como si fueran viejos amantes, por un jardín de senderos
tortuosos como un laberinto. El compañero de paseo, mayor que él, en muchas
cuestiones era casi un hermano menor, necesitado de consejos y contención para
los problemas mundanos, a los que no podía resolver con la precisión con la que
manejaba su prosa.
La película reflejada en su mente mostraba
los árboles de la plaza, los bancos, las hojas secas abandonadas al viento, el
frío luchando por penetrar las bufandas y los sobretodos. Rehuían en un acuerdo
tácito hablar de sus propias literaturas, sus trabajos actuales, sus obsesiones
del momento. A pesar de ello, cuando la gravedad o el interés lo permitían,
alguno rompía la regla. Esa tarde en el parque recordaba haberle contado un
cuento inconcluso que se resistía a abandonarlo. En forma clara y precisa, casi
como leyendo los ingredientes de una receta magistral, fue contando a su amigo
los elementos que integraban el relato. La sentencia, no esperada, fue lapidaria:
Excelente argumento, pero jamás podrás
encontrarle un buen final. La respuesta filosa, toda una decepción, lo
empujó a abandonar el tema y el cuento, al que creía verle alguna pretensión.
De vuelta en la cama, junto a la bella
mujer de hermosas piernas, se dio cuenta que el sueño revelador después de la
noche de amor clandestina, le había abierto las puertas de la solución a esa frustración
literaria persistente. Se levantó en puntas de pie, prendió la lámpara junto al
escritorio que siempre le reservaba un cuaderno y una lapicera fuente, y uno a
uno, como en una sucesión de carambolas, fue resolviendo todos los problemas
del relato inconcluso. Sintió la poco común satisfacción entre sus colegas compatriotas
de ser feliz siendo escritor, una felicidad que no se reducía a ese humor
siempre latente en sus relatos, sino en una alegría lisa y llana por conocer la
magia de saber contar.
Cuando concluyó la anotación de las ideas
salvadoras de su cuento, sintió el impulso de compartirlo con Silvina, pero no
estaba allí para escucharlo leer. Necesitaba tanto su compañía como eliminar
rápidamente la pequeña culpa que lo envolvió por un instante, esa culpa que
siempre sucumbía ante el gusto por el amor clandestino, con la ventaja que
siempre supone que le perdonen siempre todo. ¿Qué había logrado el pequeño
milagro de encontrar la forma y el final de un cuento memorable? ¿Acaso eran
las vitaminas recetadas que lo habían acelerado un poco? ¿A lo mejor era ese
amor suave y momentáneo que lo había distraído en las últimas horas? Sabía que
reescribiría algunas líneas, que continuaría con la enfermiza tarea de la
corrección perpetua hasta el momento incierto de la publicación, pero había
logrado atar todos los cabos de la trama, tenía a los personajes justos, el
escenario ideal y no pudo resistirse a la tentación de garabatear un título. A
pesar de hacer de la humildad un culto personal, El perjurio de la nieve le pareció pretencioso y brillante y se
propuso no cambiarlo por ninguna circunstancia.
La bella mujer de hermosas piernas, ahora
despierta y otra vez luminosa para sus sentidos, lo llamaba y lo invitaba a
devolverse a los pliegues de las sábanas de una cama cómoda. Sopló sobre la
tinta todavía húmeda del título y cerró el cuaderno. Otra vez volvía a
olvidarse de Silvina y de sus cuentos.
miércoles, 12 de febrero de 2014
Vinilo XIII - Seconds Out - Genesis (1977)
I
Los discos en vivo tuvieron y tienen un encanto y un atractivo particulares. Antes de la era digital y los downlands ilegales o gratuitos, la industria discográfica retroalimentaba ganancias con estos registros que permitían combatir las ediciones piratas de conciertos y se transformaban en especies de greatest hits. Para cualquier artista, alcanzar a grabar un disco en vivo significaba lograr un status de reconocimiento del mercado y del público. La mayoría de estas grabaciones eran mezcladas y mejoradas en el estudio, recibiendo una mano de barniz que les daba brillo y protección, pero que a veces ocultaban la cruda y verdadera naturaleza de lo que se quería mostrar. A pesar de ello, muchos de estos discos son hitos que ocupan lugares centrales en la discografía de un artista. El rock sinfónico en general y Genesis en particular tienen grandes discos en vivo, pero Seconds Out es y será un clásico eterno de la música popular del siglo XX y una de las más grandes grabaciones en vivo de todos los tiempos.
Los discos en vivo tuvieron y tienen un encanto y un atractivo particulares. Antes de la era digital y los downlands ilegales o gratuitos, la industria discográfica retroalimentaba ganancias con estos registros que permitían combatir las ediciones piratas de conciertos y se transformaban en especies de greatest hits. Para cualquier artista, alcanzar a grabar un disco en vivo significaba lograr un status de reconocimiento del mercado y del público. La mayoría de estas grabaciones eran mezcladas y mejoradas en el estudio, recibiendo una mano de barniz que les daba brillo y protección, pero que a veces ocultaban la cruda y verdadera naturaleza de lo que se quería mostrar. A pesar de ello, muchos de estos discos son hitos que ocupan lugares centrales en la discografía de un artista. El rock sinfónico en general y Genesis en particular tienen grandes discos en vivo, pero Seconds Out es y será un clásico eterno de la música popular del siglo XX y una de las más grandes grabaciones en vivo de todos los tiempos.
II
La partida de Peter Gabriel de la banda había
significado un duro golpe y un enorme desafío para los sobrevivientes de Genesis. La ecuación se saldó con la
edición de dos discos de estudio memorables, A trick of the tail y Wind
& Wuthering, y la incorporación para los shows de un baterista que
permitiera a Phil Collins ocuparse de la voz principal. En primera instancia
ese rol fue cubierto por el legendario Bill
Bruford, integrante de Yes y King
Crimson, cuya paso resultó efímero, para luego dar lugar a Chester Thompson, que se quedaría por
años con el puesto. Aceitados como banda como nunca lo habían estado, seguros
tras el éxito de los dos primeros discos post Gabriel, con Collins cada vez más
firme como frontman, Genesis decide
editar un doble en vivo al que llamaría Seconds
Out, en referencia a la célebre frase utilizada en boxeo para indicar que
la pelea va a comenzar y el boxeador quedará solo en el ring sin ningún soporte
extra.
III
El disco doble fue grabado casi íntegramente
en París entre el 11 y el 14 junio de 1977. Para entonces las presentaciones
del grupo habían crecido en fama apoyadas en grandiosos performances
individuales y una presentación lumínica inédita que acentuaba el siempre
latente dramatismo de su música. El logro magnífico de este documento sonoro es
que muchas de las grabaciones sonaban superiores a sus originales de estudio.
Basta escuchar Robbery, assault and
battery, por ejemplo o el trascendental instrumental Los Endos, que se transformaría en un clásico perenne de sus
presentaciones en vivo. Las gemas del disco, ejecutadas magistralmente, eran dos clásicos temas de Selling England by
the pound; la banda luce insuperable en Firth oh fith —con Tony Banks y Steve
Hackett en estado de gracia— y Cinema
show, única grabación del disco con Bill Bruford en la batería. Quizás las
mejores grabaciones de rock progresivo jamás escuchadas.
IV
Hay más felicidades en la escucha
de Seconds Out: la potente y
lacrimosa Squonk, la emblemática y
eterna The Carpet Crawl, la canción
emblema The lamb lies down on Bradway, empalmada
con la sección final de una gema del rock teatral que Genesis encarnaba como ninguna otra banda, la
dramática The musical box. Y el
mágico quinteto —Tony Banks, Mike Rutherford, Phil Collins, Steve Hackett y
Chester Thompson— se anima a reservar una de las cuatro caras de los discos
para incluir completa la miniópera Supper´s
ready, de más de 20 minutos de duración, en donde se condensan todas las virtudes interpretativas y de composición de una
grupo clave de la progresiva inglesa y que con los años, se transformaría en
una vaca sagrada del rock sinfónico. Genesis
dejaba grabado en Seconds out uno de
los mojones mágicos y eternos de su extensa trayectoria, hoy ya convertida en
leyenda de la música popular.
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