“When I hold you in my arms
And I feel my finger on you trigger
I know no one can do me no harm
Because happiness is a warm gun”
Lennon – McCartney
Happines is a warm gun,
Álbum Blanco, 1968
Lo había comprado hace algunos años con el pretexto de la
seguridad y esas cuestiones y siempre había sido una presencia inquietante en
la casa. Todavía recordaba al tipo de la armería que se lo había vendido. Alto,
fibroso y con un bigote finito, mostraba o simulaba que sabía todo lo que se
puede saber sobre armas. Le había exhibido un repertorio de calibres y formas
que intuyó inacabables y no se convencía de cual podía ser la mejor para él.
Finalmente había comprado, le habían vendido, un calibre 38, muy maleable.
Recuerda ahora que había pensado en ese momento que hasta cabría perfecto en la
pequeña mano de ella, que ironía. Cumplió con todos los recaudos legales,
aunque hubiera podido evitarlos.
Ya en la casa, el revólver
no terminaba de ser un problema, más bien inauguraba una suerte de invasión
silenciosa. Lo cambió varias veces de lugar; primero en una caja de madera
pequeña sobre el ropero, luego en un cajón de la cómoda, más tarde en su mesita
de luz. Siempre antes de acostarse o dormirse pensaba: ahí está. Se comportaba como si esa cosa metálica y misteriosa
tuviera vida propia.
Siempre le temió, incluso hasta para mirarlo, por eso se sentía
siempre disminuido, como se sentía disminuido ante ella. Ahí estaba ahora,
inmaculado, virgen; lo imaginaba sonriente, listo para entregarse sin
complejos, como una puta consciente que no reniega de su destino. Tuvo que
prepararse pacientemente para el momento de asirlo, acariciarlo y proponerle
que se abriera manso y sin rebeldías a sus deseos. Sus deseos de muerte, de dar
ese adiós definitivo postergado por cobardía.
Lo angustiaba el instante de lograrlo. Buscar el momento más
oportuno, menos decadente, más reservado. ¿Pero cómo evitar el escándalo de los
ruidos, los gritos, las súplicas, las lágrimas, el insulto, la ensayada sonrisa
final? Se dijo que no podría pasar de hoy. No se amedrentó por los posibles
contratiempos y planeó todo minuciosamente. Sería al atardecer, cerca de las
siete y en el baño. Irrumpiría con cualquier pretexto con la determinación y el
pulso firmes. Después la tomaría por los pelos y hundiría su cabeza de platino
falso un par de veces en el inodoro para que sintiera de cerca su propia
mierda. La haría desnudar a las trompadas, que sintiera vergüenza y dolor de su
sucio cuerpo entregado. La sentaría a empujones en el bidet, después le daría
una tijera para que se cortarse el pelo ella misma; quizás hasta le haría
algunos tajos bien distribuidos. Con buen
gusto, se dijo.
Por último, la escena final. Le daría el revólver y la obligaría a
pegarse un tiro. Era tan débil que obedecería ese mandato temerario. No sería
capaz de volver el arma hacia él. Tomó aire y buscó relajarse mientras volvía a
repasar el orden del programa.
Siete y diez ella entra al baño.
Las cosas sucedieron como estaban previstas, salvo algún que otro
detalle agregado a manera de improvisación. Hacia el final, sin embargo, los
disparos fueron dos, no uno. Los planes más perfectos suelen mostrar, a veces,
resultados muy distintos a los buscados. Son como complejas operaciones
aritméticas; un signo equivocado por distracción o error harán que se tome un
camino que lleva a cualquier parte.
Todo va más o menos bien hasta la tijera. Tras dos o tres cortes
más nerviosos que precisos, inesperadamente ella toma la iniciativa. Con una
fuerza desconocida le aprieta las muñecas clavándole las uñas. Ahora el que
pega un grito es él, mientras trata de no perder el control del arma. Recibe
dos o tres puntadas en el abdomen, precisas, furiosas. El 38 cae al suelo, de
ahí se dirige a las manos equivocadas, y luego descarga su poder sobre un pobre
tipo que ahora está de rodillas. Dos veces, dos tiros.
Para los dos ya todo está escrito. Uno será un asesino fracasado,
el otro una víctima asesina.
La felicidad es un revólver
caliente.
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