martes, 30 de abril de 2013

Vinilo XI –The friends of Mr. Cairo



Las reuniones de artistas que provienen de lugares diferentes y se asocian para crean una obra en común no siempre arroja buenos resultados. Es muy difícil producir esa química, esa mezcla, que sirve para generar algo distinto e igualmente bueno de lo que pudieran hacer individualmente cada uno de ellos. La asociación entre Jon Anderson y Vangelis alcanzó esa meta, dando a luz cuatro discos a lo largo de una década, donde la belleza melódica se une a una continua búsqueda de nuevas sonoridades. Anderson era una voz reconocida mundialmente, un letrista consumado y miembro fundador del mítico grupo de rock progresivo inglés Yes. Vangelis, notable músico griego experimentador de nuevos sonidos, había creado entre otras cosas, la banda de sonido de la película Carrozas de fuego, que le diera un Oscar de Hollywood y fama mundial. En Argentina, la música que escribiera para la película Blad Runner inauguró durante años la trasmisión televisiva Fútbol de primera.

De esta fructífera unión, el más conocido y exitoso álbum fue sin duda The friends of Mr. Cairo, editado en 1981. De los cuatro discos editados el dúo fue sin dudas el más accesible para el gran público, con muchos temas comercialmente exitosos como State of Independence (que tuvo hasta una versión posterior a cargo de Donna Summer) o I’ll Find my Way Home, que como dato curioso se puede señalar que no formaba parte del álbum originalmente. Lanzado como single su éxito obligó a la grabadora a incluirlo en el disco; en menos de una semana el disco tuvo dos versiones, hasta con tapas distintas, con y sin este éxito enorme. El secreto del éxito del dúo quizá estaba en el sentimiento que la bellísima e inconfundible voz de Anderson le daba a las estructuras sonoras a veces gélidas de Vangelis. El resultado era encantador y ambos influenciaron mutuamente sus respectivas músicas.

La canción que da título al vinilo y el video musical que la acompañaba eran una tributo a las películas clásicas de Hollywood de los 50, en especial la esencial El halcón Maltés. En el tema aparecen sonidos y voces de actores tomadas de esas películas, formando un collage sonoro sorprendente. En The friends of Mr. Cairo pueden escucharse tiros, frenadas de autos, pisadas apresuradas y las voces de los actores Humphrey Bogart y Peter Lorre, entre otros. Esa alquimia, esa mezcla de formatos y estilos, llenaba de pequeñas y grandes felicidades la escucha atenta de esta obra de dos grandes músicos que se ponen uno al servicio del otro. Un hermoso sonido que es más que la suma de dos, es la realización de algo nuevo distinto y encantador.

martes, 2 de abril de 2013

Happiness is a warm gun, nena

Esto fue escrito por mí hace algún tiempo. Cuatro genios.


“When I hold you in my arms
And I feel my finger on you trigger
I know no one can do me no harm
Because happiness is a warm gun”

Lennon – McCartney
Happines is a warm gun,
Álbum Blanco, 1968

Lo había comprado hace algunos años con el pretexto de la seguridad y esas cuestiones y siempre había sido una presencia inquietante en la casa. Todavía recordaba al tipo de la armería que se lo había vendido. Alto, fibroso y con un bigote finito, mostraba o simulaba que sabía todo lo que se puede saber sobre armas. Le había exhibido un repertorio de calibres y formas que intuyó inacabables y no se convencía de cual podía ser la mejor para él. Finalmente había comprado, le habían vendido, un calibre 38, muy maleable. Recuerda ahora que había pensado en ese momento que hasta cabría perfecto en la pequeña mano de ella, que ironía. Cumplió con todos los recaudos legales, aunque hubiera podido evitarlos.
 Ya en la casa, el revólver no terminaba de ser un problema, más bien inauguraba una suerte de invasión silenciosa. Lo cambió varias veces de lugar; primero en una caja de madera pequeña sobre el ropero, luego en un cajón de la cómoda, más tarde en su mesita de luz. Siempre antes de acostarse o dormirse pensaba: ahí está. Se comportaba como si esa cosa metálica y misteriosa tuviera vida propia.
Siempre le temió, incluso hasta para mirarlo, por eso se sentía siempre disminuido, como se sentía disminuido ante ella. Ahí estaba ahora, inmaculado, virgen; lo imaginaba sonriente, listo para entregarse sin complejos, como una puta consciente que no reniega de su destino. Tuvo que prepararse pacientemente para el momento de asirlo, acariciarlo y proponerle que se abriera manso y sin rebeldías a sus deseos. Sus deseos de muerte, de dar ese adiós definitivo postergado por cobardía.
Lo angustiaba el instante de lograrlo. Buscar el momento más oportuno, menos decadente, más reservado. ¿Pero cómo evitar el escándalo de los ruidos, los gritos, las súplicas, las lágrimas, el insulto, la ensayada sonrisa final? Se dijo que no podría pasar de hoy. No se amedrentó por los posibles contratiempos y planeó todo minuciosamente. Sería al atardecer, cerca de las siete y en el baño. Irrumpiría con cualquier pretexto con la determinación y el pulso firmes. Después la tomaría por los pelos y hundiría su cabeza de platino falso un par de veces en el inodoro para que sintiera de cerca su propia mierda. La haría desnudar a las trompadas, que sintiera vergüenza y dolor de su sucio cuerpo entregado. La sentaría a empujones en el bidet, después le daría una tijera para que se cortarse el pelo ella misma; quizás hasta le haría algunos tajos bien distribuidos. Con buen gusto, se dijo.
Por último, la escena final. Le daría el revólver y la obligaría a pegarse un tiro. Era tan débil que obedecería ese mandato temerario. No sería capaz de volver el arma hacia él. Tomó aire y buscó relajarse mientras volvía a repasar el orden del programa.
Siete y diez ella entra al baño.
Las cosas sucedieron como estaban previstas, salvo algún que otro detalle agregado a manera de improvisación. Hacia el final, sin embargo, los disparos fueron dos, no uno. Los planes más perfectos suelen mostrar, a veces, resultados muy distintos a los buscados. Son como complejas operaciones aritméticas; un signo equivocado por distracción o error harán que se tome un camino que lleva a cualquier parte.
Todo va más o menos bien hasta la tijera. Tras dos o tres cortes más nerviosos que precisos, inesperadamente ella toma la iniciativa. Con una fuerza desconocida le aprieta las muñecas clavándole las uñas. Ahora el que pega un grito es él, mientras trata de no perder el control del arma. Recibe dos o tres puntadas en el abdomen, precisas, furiosas. El 38 cae al suelo, de ahí se dirige a las manos equivocadas, y luego descarga su poder sobre un pobre tipo que ahora está de rodillas. Dos veces, dos tiros.
Para los dos ya todo está escrito. Uno será un asesino fracasado, el otro una víctima asesina.
La felicidad es un revólver caliente.