Una lectura
del Unos
días en el Brasil (Diario de viaje) de Adolfo Bioy Casares
Entre otras maravillas literarias, Adolfo Bioy Casares fue un
incansable y fantástico diarista. Descanso
de caminantes y el monumental y polémico Borges dan sobradas muestras de su inagotable talento e ingenio
para el registro metódico de cada actividad, observación y curiosidad diarias.
En 1991, en una limitadísima tirada de 300 ejemplares, Bioy editó para lectura
de amigos y conocidos, un delicioso y hasta hace poco inhallable Unos días en el Brasil (Diario de viaje),
en donde utiliza, con el gusto de siempre y una destreza inigualable, la magia modesta de su escritura feliz y
fantástica. El autor de El héroe de las
mujeres, invitado a un congreso de escritores en Río, aprovecha la estadía
para abandonarse a la soledad y la aventura, sin descuidar a las mujeres, sus
eternas compañeras, y la fotografía, su afición inseparable en cualquier viaje.
Esta pequeña aventura literaria fue recientemente publicada junto a un
brillante posfacio de Michel Lafon,
que nos abre al comentario de una situación recurrente en los estudiosos de la
obra completa de un autor: ¿qué preguntarle cuando por fin accedemos a él?
I
“¿Para qué voy a ir, si
yo no hablo? Soy escritor por escrito”, se queja Bioy con su educado ingenio cuando lo obligan, en
julio de 1960, a asistir a un congreso del PEN Club, asociación de escritores
de fama mundial, de la que forma parte desde hace años. Aceptando a
regañadientes se sumerge en un mundo casi irreal de escritores pedantes y
burócratas de la literatura, que se turnan para discursos plagados de lugares
comunes y buenas intenciones. Estoico, sufre las formalidades, las comidas
compartidas, los aburridos funcionarios, el discurso que debe dar. “No hay salvación: tengo que hablar.
Balbuceo tres o cuatro palabras, en voz muy débil; quedo trémulo y extenuado.” Lo
suyo es la escritura, que contra el cansancio y los horarios estrictos, logra
siempre triunfar. Y las mujeres, por supuesto, que a pesar de que le son
extrañamente esquivas en esos días, no se priva de observar. Ve, por ejemplo, a
“una francesa que vista de atrás es
inobjetable.” Día a día, nuestro autor escribe breves páginas en una prosa
ágil, concreta, casi estricta, que si tiene ese tono impuesto por el formato,
este tiene tal perfección que constituye la cima de una manera de narrar. Los
últimos escritos de Bioy tienen este sello, como si el ejercicio constante de
la escritura de un diario le hubiera revelado cómo debía escribir y contar. El
viaje y las obligaciones le dejan resquicio a la curiosidad; nuestro héroe
visita una Brasilia todavía en construcción (“es ambiciosa, futura, pobre en resultados presentes, incómoda”) y San Pablo (“es desmesurado, no hermoso”), en viajes relámpagos que le permiten
a su ojo aguzado de eterno viajero captar y describir en palabras y fotografías
(alguna de ellas publicadas en el libro) lo que alcanza a ver.
Fotografía tomado por el propio Bioy en su visita a Brasilia el 27 de julio de 1960. |
II
El pequeño libro tiene un lado B maravilloso que nos descubre
el amor de un estudioso por la obra de su autor favorito. El posfacio de Michel Lafon, especialista en literatura
argentina de la Universidad Sthendal de Grenoble, Francia, muestra con la
emoción entre las manos, el amor de un hombre de letras por la obra de Bioy;
los primeros pasos torpes, luego íntimos, de la amistad que terminó uniéndolos;
la tristeza del adiós inevitable. Pero de este posfacio, escrito desde el más
profundo cariño y admiración, rescato una anécdota del primer encuentro entre
Bioy y Lafon, entre el admirado y el admirador. El francés está aturdido por la
posibilidad de charlar con el escritor que admiró toda su vida, está
emocionado, conmovido, pasa horas sin dormir repasando su obra antes de la
entrevista, anota preguntas que no quiere olvidar. Y cuando por fin llega el
momento, que Bioy maneja con su proverbial y reconocida elegancia y
caballerosidad, siempre preocupado por no incomodar al interlocutor, Lafon
titubea, pregunta obviedades, se hipnotiza por la presencia del escritor que
más conoce y más admira. ¿Pasará siempre esto ante situaciones análogas?
¿Balbucearemos tonterías en el momento cumbre de estar con aquello que más
admiramos? ¿Nos dará tiempo la situación de reponernos e intentar aprovechar la
oportunidad? Bioy, ya anciano, sabio, no espera que reaccione, abre la puerta a
que Lafon, en otras situaciones que derivaron en una amistad, logre la
felicidad del diálogo lúcido con el autor de La invención de Morel.
III
“¿Por qué ser escritor,
en vez de vivir?”,
se pregunta Lafon hacia el final de su emocionante posfacio. Para transformar
cualquier día de la vida en una aventura digna de ser contada. En la pluma, con
el genio y la sabiduría, con la inmortalidad de las palabras de Bioy, el
escritor argentino que logró comprender como nadie a todo aquel que lo rodeara
y que aprendió escribiendo cada día de su vida, que la aventura puede estar en
las orillas de una playa de una isla desierta, pero también en la soledad de un
cuarto de hotel en un viaje efímero y casi irreal.
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