Busqué en la oscuridad
palpar la llave de la luz. No
la encontré. Sentí una pequeña alarma de los sentidos. Era un movimiento
mecánico, instintivo, casi animal. Extiendo el brazo derecho, todavía acostado,
abro la mano y mi dedo índice aprieta la tecla. Pero no había tecla.
Me incorporé. Mis pies desnudos sintieron el frío del piso.
Tampoco había alfombra.
La penumbra grisácea y
nebulosa, a la que mis ojos empezaban a acostumbrarse, me dejaba entrever o
adivinar una habitación con forma de cápsula o cabina.
Tuve miedo. Tuve frío.
Tuve ganas de gritar.
Tratando de no hacer
el más mínimo ruido, me vuelvo a meter en la cama y cierro los ojos. Rezo para
que el sueño vuelva otra vez.
La computadora estaba encendida y el texto
parecía todavía vivo. Sé que Juan Carlos lo dejó adrede para que yo lo lea. Voy
a despertarlo.