martes, 27 de marzo de 2012

Vinilo VII - Ghost in the machine




En 1981 The Police estaba a mitad de camino de varias cosas. Ya no era la banda neo-punk comandada por un bajista carilindo, pero tampoco era una megabanda de grandes estadios en la cúspide de su carrera. Sin embargo, el grupo tenía un motor que lo hacía más que interesante; habían emprendido junto al legendario productor Hugh Padgham, una búsqueda artística inquieta y en algunas oportunidades hasta arriesgada.


Todas esas aristas se ven claramente en Ghost in the machine, disco de 1981, antesala del multipremiado y multivendido Synchronicity. Hay otra atmósfera en los temas y el uso de los teclados y algún sintetizador, hábilmente mezclados por Padgham, lograron darle al disco un sonido especial que la clásica formación guitarra-bajo-batería estaba ya muy limitada de darle. El trío de canciones que abre el disco -Spirits in the material world, Every little thing she does is magic y Invisible sun- lo demuestra. En los dos primeros temas hay un aire casi sinfónico provocado por los teclados, pero la experimentación y el riesgo se ven claramente en Invisible sun, sin dudas la gema del disco. En Demolition man, Andy Summers experimenta con la guitarra más allá del clásico formato de canciones de la banda. En la sección instrumental del tema los tres se permiten explorar dentro de la estructura de la canción.




En la cara dos del vinilo The Police juega con su costado más punkie y Steward Copeland, uno de los más extraordinarios bateristas que dio el rock, se luce, especialmente en la fantástica One world (not three), donde muestra toda su destreza con un golpe fantástico acompañando la línea de bajo de Sting.Too much information y Rehumanize yourself muestra al trío en gran forma: Sting-Copeland-Summers en estado puro y aceitados como nunca. Ghost in the machine es el paso vital, arriesgado y necesario que la banda hace antes de tomar el cielo por asalto. Después vendría Synchronicity y ya nada, para bien y para mal, seguiría siendo igual.

lunes, 26 de marzo de 2012

El cobrador



Este texto fue redactado por mí en unas de las clases del Taller Literario coordinado por Octavio Echevarría.

A Roberto Arlt

Difícil tarea la del cobrador. Su cara era la cara menos deseada de ver toda la empresa. Había otra más interesante, más estelar, más visible: la de los vendedores. Ellos sí se llevaban todos los logros. Una libreta de anotaciones, una lapicera, una sonrisa llena de dientes y a vender ilusiones, promesas de ganancias, asegurar con la mayor convicción o caradurez que si compraban tal cantidad de tal producto el éxito estaba a la vuelta de la esquina. Él era la contraparte, el revés de la trama, la cara de las malas noticias. Era el cobrador, el tipo indeseado que pasa a llevarse lo que supone estaba para ganar.

Estaba harto de poner cara de perro para recibir sólo reclamos, excusas o puteadas. Y nada de reconocimiento. Al final del día siempre lo mismo. Las piernas cansadas, la garganta seca, el rictus serio pegado a los gestos, y siempre el mismo sueldo pobre, básico, pelado, corto, sin las atractivas comisiones que se llevaban las estrellas de siempre: los vendedores.
Así que no lo pensó más. Imaginó este modus operandi. De modo sigiloso, sin excesos, de manera selectiva y en silencio, se guardaría entre un quince y un veinte por ciento de las cobranzas semanales para formar una caja persona que le permitiera reforzar sus ingresos. Si lo hacía de manera prolija, pedaleando y dibujando las rendiciones, podía darse algunos lujos prohibidos: alguna ropa lujosa, alguna chica cara, alguna salida impensada. 
Mientras todo se mantuvo en esos parámetros –duró meses el engaño- nadie se percató de la aceitada bicicleta financiera de nuestro cobrador. Si alguien le reclamaba un pago atrasado, regularizaba los más viejos y seguía adelante. Nada podía ser más fácil. Hasta que dejó de serlo.
De golpe la caja personal se desbocó, él mismo había perdido la cuenta de las cobranzas de algunos clientes y el Departamento de Legales empezó a acercarse peligrosamente hasta su puerta. En ese momento su tan prolijo plan comenzó a resquebrajarse.
Cuando la abogada de la Cía. lo esperó en la puerta de su oficina invitándolo a pasar a la sala del Directorio para una reunión, lo comprendió todo. Acelerado, se abrió paso entre los empleados. Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde. Con el puño derecho todavía ensangrentado por los fragmentos de cristales destrozados, sólo atinó a gritar: “Que no se entere mi familia”.

Los empleados de seguridad ya corrían por los pasillos cachiporras en mano.