domingo, 27 de julio de 2014

El clon

Hace como un millón de años escribí este texto, al que considero mi primer cuento verdadero. Hijo bobo de mis lecturas de Ray Bradbury, ha empeorado mucho con el tiempo, pero le tengo mucho cariño.


 No quiero falsas interpretaciones ni suspicacias surgidas de alguna divagación, pero el clon de Verónica me incomoda. Es que todavía no me entra en la cabeza que se haya ido así, con una simple nota dejada sobre la mesa, explicando lo inexplicable. Que la misión científica, que el mantenimiento del satélite, que las nuevas bacterias, que su gran posibilidad de progreso y reconocimiento. Nada me consuela o me contiene. Menos que nada la presencia de este clon.
Por supuesto que en principio su exacto parecido a Verónica me asombró; es más, puedo decir que durante horas estuve paralizado. No hace mucho que los clones humanos se comercializan y su precio es altísimo. Como demostración de preocupación por mi suerte sin ella era apabullante, y debo decir que ignoró completamente mis reservas y cuestionamientos al uso de clones humanos. Supuso que lo usaría, que conversaría con él, que saldríamos a comer, que dormiríamos juntos. Verónica clonaba desde hacía veinticinco años a un par de pájaros vistosos extinguidos no sé en que zona de Centroamérica. Jamás imaginé que se animaría a clonarse a ella misma por un viaje de cinco años a un rincón del sistema. Nunca soñé convivir con el clon de la persona que más amaba.
Lo más cuestionable del uso de clones era la tarjeta cerebral. En ella el laboratorio registraba la suma de informaciones físicas y emocionales que el comprador requiriera, en un complejo sistema que se implantaba en el circuito nervioso del clon y que, en definitiva, deformaba arbitrariamente los comportamientos del original. Es decir, el clon lo era físicamente; lo psíquico sufría variaciones muchas veces impredecibles. Cuando dos siglos atrás los primeros clones aparecieron en el universo científico, el hecho se limitaba a copiar células y a partir de ahí el nuevo ser nacía de una concepción clásica. Eran nuevos seres. Los nuevos clones aprobados por la legislación del sistema eran simples copias reproducidas en la edad que se quisiera. Ya se comentaba en el ambiente científico, de la que Verónica formaba parte por su condición de bióloga, que muy pronto cualquiera podría pedir un clon de sí mismo con menos edad que la actual.
No era el caso de Verónica; su clon tenía treinta y seis años como el original. Me lo entregaron el mismo día que encontré la nota de despedida. Completamente asombrado ni siquiera escuché con atención las explicaciones del asesor que me acompañó casi toda la tarde convenciéndome de las bondades del producto y de cómo actuar ante cada contratiempo que pudiera suceder. Firmé media docena de papeles, juré ante un oficial de justicia usar legal y racionalmente el clon y me comprometí a llevarlo a mantenimiento una vez por semana para revisar la tarjeta cerebral y comprobar que el estado de salud sea óptimo.
Mientras cumplía con las formalidades me costaba mirar al clon. Sólo sonreía y parecía pedirme permiso con la mirada para sentarse o pasearse por la habitación. El parecido helaba la sangre y por un momento me dieron ganas de insultarlo como si él mismo hubiera sido Verónica. Pero no lo era. Y la confusión ya empezaba a molestar antes de la convivencia, antes de poder cruzar alguna palabra. Sentí curiosidad por tocar su piel y me di cuenta que eludía su mirada por temor a todavía no sabía que.
Cuando quedamos solos, luego de dos o tres minutos de silencio, comprendí que era yo el que debía comenzar el juego. Y hablé, tratando de parecer firme y seguro.
Le pregunté como se sentía y respondió con una sonrisa cómplice, como lo hubiera hecho la verdadera Verónica. Luego se levantó y me dijo: -¿Comemos envasado o preparo algo?.
No pude contestar. La nueva Verónica me dejaba sin palabras como la legítima. Era una situación  difícil de manejar. Estaba perdido y lo único claro que  aparecía en mi mente era pensar en todo lo que odiaba en ese momento, a ella y a su clon, a su actitud soberbia de siempre para trasladar sus soluciones a mis problemas . Quiero decir que su ausencia para mí no era lo mismo que mi ausencia para ella.
–Abramos una lata de legumbres- le pedí.
Debo confesar que el clon, a quien bauticé Penélope pese a su insistencia en recordarme que la llamara Verónica, era sumamente servicial y atento. Nunca me encontré una mañana sin el desayuno preparado, sin mi ropa alistada o el baño a la temperatura justa. Eran cosas en las que Verónica nunca hubiera podido estar atenta; quizá haya actuado su sentimiento de culpa o sus deseos de complacerme, pero se preocupó por dejarme en claro que a Penélope no podría pasarle lo mismo. Nuestra casa nunca estuvo tan brillante y ordenada, ni tan especialmente cuidada. Poco a poco se fue convirtiendo en una dulce y gentil sombra que me acompañaba por la casa y, lo confieso, dejé que esa invasión transformara mi rutina doméstica, por comodidad y también por placer.
Sin embargo, pese a esa aparente tranquilidad, Penélope me asustaba. Sobre todo porque no podía acostumbrarme a su presencia cuando nuestras actividades habían acabado y un silencio incómodo nos rodeaba. Ahí teníamos que hablarnos, que contactarnos, que empezar a intimidar. Y eso me sacaba de quicio, como me sacaba de quicio Verónica. Pero el clon era algo especial, que me inquietaba, me perturbaba. Ambos eludíamos la cuestión sexual, sobre todo Penélope, evidentemente programada para que siempre yo tomara la iniciativa. Pese a todo, esa tensión que había entre ambos, volvía a cada momento a nuestra convivencia más difícil de sobrellevar. Me resistía a tener sexo con ella, lo sentía como tener que recurrir a una prostituta y era además, una forma de ceder a la locura de Verónica. Con persistencia eludí la situación y tuvimos que dormir separados para no tener que sentir el calor de su cuerpo ni su respiración tranquila durante la noche.


Penélope, cada día más encantadora, más irresistible, parecía jugar ahora con mi lucha interna. Y lo hace tan bien, con tan buen gusto y una falsa prescindencia, que estoy a punto de echarla, de devolverla, de escribir a Verónica, de quien no recibía noticias y a quien ni siquiera llamaba.
Poco a poco el clon empezaba a desesperarme. Es físicamente mucho más irresistible que el original a pesar de su exacto parecido. No sabría explicar por que, pero sus pechos son más encantadores, más provocativos, hasta hacerme parecer que tienen algún talle más que el original. Lo mismo podía decir de su andar; es más erguido, más gracioso, más insinuante. Y comencé a querer verla desnuda y al menos probar si el deseo crecería o se terminaría con la experiencia. No hubo necesidad de decírselo; por la noche se apareció apenas cubierta por una sábana en mi dormitorio. Lo confieso: nunca gocé tan plenamente del cuerpo de Verónica como cuando me acosté con el clon. Se comportó de manera estupenda; pareció conocer todas mis debilidades y tuvo la habilidad de hacerme sentir como hacía mucho tiempo. Me pareció que ella gozaba como yo y con una libertad y sabiduría que Verónica no tenía.
A pesar de mis reservas, de mis inseguridades y pudores, no pude resistirme demasiado a volver a repetir la experiencia que cada vez fue más intensa y profunda. Una noche de sábado le propuse incorporar una tercera persona a nuestra cama para probar nuevas experiencias y lo aceptó sin reparos. Sexualmente vivía lo más parecido a la felicidad, cumpliendo todo lo que imaginaba.
Penélope invadió lenta e inteligentemente todos los rincones de mi vida. Y lo acepté, hasta el punto de incorporarla activamente a mi vida social, incluso ocultando su verdadero origen y negando su condición de clon. Ella se comportaba siempre de manera brillante y seductora, original y divertida. Pronto mi rechazo y mis reservas se transformaron en atracción y convivencia. Olvidé la ausencia de Verónica; ni siquiera me cuestionaba que no me escribiera o hablara. Fue entonces cuando un mensaje suyo apareció en mi ordenador; me decía que volvía en unos días. Aparecieron errores en el programa que controlaba la nave y no querían arriesgar la tripulación.
Me desesperé. A pesar de lo mucho que me incomodaba, de todo lo que había despertado en mí, de que me repetía todo el tiempo que todo era una tregua en mi rutina que se rompería en algún momento, no pensaba desprenderme del clon. Cuando se lo comenté, sólo sonrío y me dijo que había pensado en una solución.
No supe contestarle. Sólo quería saber en que había pensado.
-Podemos escaparnos de ella –me dijo. – Viajemos a alguna colonia del sistema con nuestras cosas. No podrá encontrarnos sino después de mucho tiempo. El suficiente para que nos olvide.
Nunca me sentí más confundido. Me dio escalofríos pensar que hablaba en primera persona del plural para pensar en mis decisiones.
Esa noche no dormí. Me sentí sucio y traidor pensando en Verónica. Yo la quería, pero el clon era sin lugar a dudas una versión mejorada y más perversa de todo lo que yo soñaba que ella me podía dar. Después de medio litro de alcohol y horas de insomnio le dije a Penélope que seguiríamos su plan.
Se comportó de manera fría y calculadora. Pareció tener en su mente diagramado cada paso que teníamos que dar y los fue dando con firmeza y decisión. Conseguimos un chárter a Ion, un pequeño satélite donde no nos pedirían documentación para pasar un tiempo. Viví toda la situación con vergüenza e indecisión y me dejé conducir con docilidad.
Cuando estábamos en pleno vuelo, Penélope parecía más tranquila. Mientras sorbía un líquido espeso y naranja me miró a los ojos y sonriendo se preparó como para contarme una historia.
-Amor mío, tengo que darte un mensaje de Verónica especialmente preparado para este momento-. Su voz sonaba dulce pero firme. –En realidad este plan no es mío, es de ella. Hace meses buscaba la manera menos traumática de dejarte. Te quiere mucho y no deseaba lastimarte. Finalmente un colega la convenció de pedir la fabricación del clon y que ese clon tuviera todo lo que ella no puede darte. No la juzgues mal. Solamente no quería verte sufrir.
Miré por la ventana y oculté mis lágrimas. –Penélope es hermoso como nuevo nombre. Quiero que sepas que lo voy a aceptar de ahora en más- dijo tomándome de la cara. Me sentí estúpido, débil, inocente. Sentía que Penélope volvía a molestarme como en nuestro primer encuentro.
Cuando me recompuse pregunté: -¿Aceptará Verónica que le envíe un clon mío?.

Desde entonces sueño en que me llame y me diga que cosas esperó de mí y no fui capaz de darle.