martes, 18 de febrero de 2014

Argumento

Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges construyeron una amistad persistente a través de los años. En este pequeño relato que escribí hace algún tiempo, las mujeres, el amor, la amistad y la literatura se unen en homenaje al autor de El sueño de los héroes.


Son las tres de la mañana en una fría Buenos Aires, y tras los pliegues de las sábanas de una cama cómoda, el escritor se despierta recordando los pormenores de una charla con su amigo más entrañable ocurrida hace casi diez años. Procura no hacer ruido, para mantener el sueño de una bella mujer de hermosas piernas, que por horas lo había alejado de todas sus ocupaciones y ahora lo obligaba a una respiración silenciosa y clandestina. La imagen de la conversación se le presentaba como la proyección en una oscura sala de cine; con su amigo también escritor caminaban tomados del brazo como si fueran viejos amantes, por un jardín de senderos tortuosos como un laberinto. El compañero de paseo, mayor que él, en muchas cuestiones era casi un hermano menor, necesitado de consejos y contención para los problemas mundanos, a los que no podía resolver con la precisión con la que manejaba su prosa.
La película reflejada en su mente mostraba los árboles de la plaza, los bancos, las hojas secas abandonadas al viento, el frío luchando por penetrar las bufandas y los sobretodos. Rehuían en un acuerdo tácito hablar de sus propias literaturas, sus trabajos actuales, sus obsesiones del momento. A pesar de ello, cuando la gravedad o el interés lo permitían, alguno rompía la regla. Esa tarde en el parque recordaba haberle contado un cuento inconcluso que se resistía a abandonarlo. En forma clara y precisa, casi como leyendo los ingredientes de una receta magistral, fue contando a su amigo los elementos que integraban el relato. La sentencia, no esperada, fue lapidaria: Excelente argumento, pero jamás podrás encontrarle un buen final. La respuesta filosa, toda una decepción, lo empujó a abandonar el tema y el cuento, al que creía verle alguna pretensión.
De vuelta en la cama, junto a la bella mujer de hermosas piernas, se dio cuenta que el sueño revelador después de la noche de amor clandestina, le había abierto las puertas de la solución a esa frustración literaria persistente. Se levantó en puntas de pie, prendió la lámpara junto al escritorio que siempre le reservaba un cuaderno y una lapicera fuente, y uno a uno, como en una sucesión de carambolas, fue resolviendo todos los problemas del relato inconcluso. Sintió la poco común satisfacción entre sus colegas compatriotas de ser feliz siendo escritor, una felicidad que no se reducía a ese humor siempre latente en sus relatos, sino en una alegría lisa y llana por conocer la magia de saber contar.
Cuando concluyó la anotación de las ideas salvadoras de su cuento, sintió el impulso de compartirlo con Silvina, pero no estaba allí para escucharlo leer. Necesitaba tanto su compañía como eliminar rápidamente la pequeña culpa que lo envolvió por un instante, esa culpa que siempre sucumbía ante el gusto por el amor clandestino, con la ventaja que siempre supone que le perdonen siempre todo. ¿Qué había logrado el pequeño milagro de encontrar la forma y el final de un cuento memorable? ¿Acaso eran las vitaminas recetadas que lo habían acelerado un poco? ¿A lo mejor era ese amor suave y momentáneo que lo había distraído en las últimas horas? Sabía que reescribiría algunas líneas, que continuaría con la enfermiza tarea de la corrección perpetua hasta el momento incierto de la publicación, pero había logrado atar todos los cabos de la trama, tenía a los personajes justos, el escenario ideal y no pudo resistirse a la tentación de garabatear un título. A pesar de hacer de la humildad un culto personal, El perjurio de la nieve le pareció pretencioso y brillante y se propuso no cambiarlo por ninguna circunstancia.
La bella mujer de hermosas piernas, ahora despierta y otra vez luminosa para sus sentidos, lo llamaba y lo invitaba a devolverse a los pliegues de las sábanas de una cama cómoda. Sopló sobre la tinta todavía húmeda del título y cerró el cuaderno. Otra vez volvía a olvidarse de Silvina y de sus cuentos.

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